jueves, 13 de marzo de 2014

I

La reina de tetas negras, gritaba a viva voz, con fuego en la garganta, palabras que no entendía. Escondida entre las llamas azules, bailaba al son de un compás monótono e hipnótico. Yo observaba como el sudor caía por su cuerpo oscuro y ferozmente delicado, marcado por enormes cicatrices de guerras o amores pasados.
Embobado por las perlas que colgaban de sus pezones erectos, me sumergí en la cólera profunda y fatua de mi pasión por las mujeres, y decidí dar rienda suelta a mi anatomía.
El fervor de la fiesta que me rodeaba era tal, que mis brazos se soltaron de mi cuerpo, declarándome la independencia, y obligándome a pararme, a unirme a los danzantes rabiosos, hijos de la noche.
Jamás observe semejante festín lujurioso. Los cuerpos divagaban por la tierra, perdidos entre cantos y sombras. Guiados, por la sensual voz de la diosa negra.
La luna nos observaba con ridícula sutileza, escondida, en lo más profundo de su oscuridad.
Hombres y mujeres, de todas las edades, mezclados en una pasta pegajosa y erótica, me muestran una coreografía desenfrenada, a la cual me tenía que acoplar, según ellos, para así poder ver a los “Azules”, seres míticos, a los cuales estos hombres adoraban como sus Dioses.
Con la cara pintada con barro, me sumergí, sin pensarlo, en las aguas oscuras de la danza y sin dejar de observar a la reina, comencé a bailar.
Paso a paso, mi cuerpo entero cedió frente al gigante frenesí y largue una carcajada. Todos, en coro, me contestaron con otra. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan feliz.
Un humo violeta emergió desde las entrañas de la fogata, que se extendía dos metros hacia el cielo, la mujer de dientes de oro y ojos celestes, tocó su sexo, moviendo velozmente sus tetas negras y enormes, generando un sonido estridente que superó cualquier tambor, cualquier risa.
-¡Ahí vienen!- gritó en un castellano con pequeños dejos de portugués.
Alcé la mirada y mi alma se estremeció por completo. La cara manchada comenzó a drenar un sudor espeso, mis pupilas se achicaron y el brillo de lo que parecía un avión inundó mi cara. Literalmente me estaba defecando del miedo.
Comencé a observar la peculiar y excitante situación y comprendí, que era el único que permanecía de pie. La voz de la reina, que por cierto jamás olvidaré por las noches de soledad, escupió mi nombre, obligándome a arrodillarme. Un ruido ensordecedor, nubló mi juicio, mareándome. En eso una voz amplificada:
-¡Señor Álvarez! ¡Señor Álvarez!, ¡Por fin lo encontramos!-
Todos los seres me observaron, de reojo, manteniendo la reverencia.
Una enorme escalera descendió echando humo, desde el costado derecho de la nave y unos hombres con uniforme azul bajaron de él. Todos portaban unas armas que reconocí enseguida.
Al darme cuenta de lo que estaba sucediendo, recompuse mi cabeza y corrí hacia la selva que nacía detrás de mí, sintiendo como me caía el pis por las piernas.



Marco Spaggiari

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