I
La reina de tetas negras, gritaba a viva voz, con fuego en
la garganta, palabras que no entendía. Escondida entre las llamas azules,
bailaba al son de un compás monótono e hipnótico. Yo observaba como el sudor
caía por su cuerpo oscuro y ferozmente delicado, marcado por enormes cicatrices
de guerras o amores pasados.
Embobado por las perlas que colgaban de sus pezones erectos,
me sumergí en la cólera profunda y fatua de mi pasión por las mujeres, y decidí
dar rienda suelta a mi anatomía.
El fervor de la fiesta que me rodeaba era tal, que mis
brazos se soltaron de mi cuerpo, declarándome la independencia, y obligándome a
pararme, a unirme a los danzantes rabiosos, hijos de la noche.
Jamás observe semejante festín lujurioso. Los cuerpos
divagaban por la tierra, perdidos entre cantos y sombras. Guiados, por la
sensual voz de la diosa negra.
La luna nos observaba con ridícula sutileza, escondida, en
lo más profundo de su oscuridad.
Hombres y mujeres, de todas las edades, mezclados en una
pasta pegajosa y erótica, me muestran una coreografía desenfrenada, a la cual
me tenía que acoplar, según ellos, para así poder ver a los “Azules”, seres
míticos, a los cuales estos hombres adoraban como sus Dioses.
Con la cara pintada con barro, me sumergí, sin pensarlo, en
las aguas oscuras de la danza y sin dejar de observar a la reina, comencé a
bailar.
Paso a paso, mi cuerpo entero cedió frente al gigante
frenesí y largue una carcajada. Todos, en coro, me contestaron con otra. Hacía
mucho tiempo que no me sentía tan feliz.
Un humo violeta emergió desde las entrañas de la fogata, que
se extendía dos metros hacia el cielo, la mujer de dientes de oro y ojos
celestes, tocó su sexo, moviendo velozmente sus tetas negras y enormes,
generando un sonido estridente que superó cualquier tambor, cualquier risa.
-¡Ahí vienen!- gritó en un castellano con pequeños dejos de
portugués.
Alcé la mirada y mi alma se estremeció por completo. La cara
manchada comenzó a drenar un sudor espeso, mis pupilas se achicaron y el brillo
de lo que parecía un avión inundó mi cara. Literalmente me estaba defecando del
miedo.
Comencé a observar la peculiar y excitante situación y
comprendí, que era el único que permanecía de pie. La voz de la reina, que por
cierto jamás olvidaré por las noches de soledad, escupió mi nombre, obligándome
a arrodillarme. Un ruido ensordecedor, nubló mi juicio, mareándome. En eso una
voz amplificada:
-¡Señor Álvarez! ¡Señor Álvarez!, ¡Por fin lo encontramos!-
Todos los seres me observaron, de reojo, manteniendo la
reverencia.
Una enorme escalera descendió echando humo, desde el costado
derecho de la nave y unos hombres con uniforme azul bajaron de él. Todos
portaban unas armas que reconocí enseguida.
Al darme cuenta de lo que estaba sucediendo, recompuse mi
cabeza y corrí hacia la selva que nacía detrás de mí, sintiendo como me caía el
pis por las piernas.
Marco Spaggiari
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