Kurupi
de Marco Spaggiari
Allí estaba, erguida y
monumental, la enorme casa de la que hablaban mis abuelos. Rodeada de enormes
árboles frondosos, a la orilla del río Mandubí-ra. Hace años que vengo
explorando las enormes selvas del Paraguay y por fin, después de una larga
expedición, me encuentro a los pies de mis sueños.
Tenía un enorme techo a dos
aguas, cubierto de paja y enormes enredaderas que colgaban desde los árboles
aledaños. Un enorme farol de hierro negro, alumbraba, a luz de vela, una
extraña puerta de madera tallada, con extrema prolijidad, y cuidado. Las
ventanas, que no eran muchas, tenían una forma circular y sus vidrios de
colores maravillaban mis ojos, y los de mis compañeros.
Era un día fantástico, el sol
brillaba con tenacidad, golpeando el lomo del río haciéndolo resplandecer. El
sonido de los pájaros y de las JU`I* , generaban un coro perfecto, ensayado.
Antes de embarcar para esta
misión éramos veinte hombres y dos mujeres, guías exploradoras. Siendo el
capitán de la compañía me dispuse a dividir las tareas en grupos pares. Que
luego de acabarlas, nos encontraríamos en un punto determinado y volveríamos
para analizar los hallazgos . Ese punto era el cerro León, a doscientos veinte
kilómetros de aquí. Aún no veo el humo en el horizonte y van tres semanas bajo
el cuidado de la humedad Sudamericana.
Mojados, y con hambre, la
guía y traductora, Iracema, me propuso entrar inmediatamente a la casa, y
resguardarnos allí un tiempo.
Para ser un gran Líder
siempre tienes que escuchar a tu gente, aunque tengas miedo, aunque pienses que
es erróneo, si haces lo que la gente dice, la gente te apoyará
incondicionalmente, no voy a aclarar, que se debe poner un filtro a esto
también.
-Esta bien- dije yo, con un
tono seguro y espeso- estaremos los días que hagan falta para recuperarnos. Estamos
sucios y hambrientos. Merecemos un descanso bajo techo. Que los hombres entre
primero a asegurar de que no haya ninguna alimaña suelta que pueda lastimarnos.
¡En marcha!.
La sonrisas de mis compañeros
brillaban en medio de la selva, decididos, rifle en mano, tumbaron la enorme
puerta tallada y entraron de prepo a la instalación.
El silencio abrumo a los
hombres de anchos hombros y en sus ojos negros se reflejó la imagen del horror.
La casa por dentro era todo
de adobe, y madera. Las sillas, los muebles, todo era de un barro rojo y
quebradizo. Había cuadros antiguos y artefactos de origen desconocido,
cacharros decorados con engobe y óxidos, plumas que colgaban de pequeños hilos
en las paredes. Insectos enormes pululaban en la cocina, comida podrida y demás
calamidades.
Pero lo que más impactó a mis
hombres y a mí, fue lo que estaba apoyado encima de la mesa: Una extraña
escultura de arcilla, de rasgos humanoides, con las piernas cruzadas en forma
de loto y la cabeza metida entre las piernas. Los brazos flacos y largos, se
alzaban por encima del matorral de cabellos arcillosos, sosteniendo, entre
gordos y enormes dedos una enorme ave con las alas extendidas.
Nadie quiso acercarse, todos
mis hombres, fundidos en sudor y lagrimas, desesperados gritaban un nombre
originario de estas tierras: KURUPÍ-
-Hemos hecho enojar al
espíritu- gritaban mis hombres aterrados, algunos se defecaban del miedo- hemos
destruido su hogar, su tranquilidad fue cercenada por nuestro egoísmo, ahora,
Kurupí junto con sus hermanos y primos nos mataran, violarán a nuestras
esposas, y a nuestros hijos, comerán su carne.-
Las voces seguían aumentando,
los hombres desgarrando sus cuerdas vocales enloquecían del miedo. Todos
estaban enfermos del miedo, salvo Iracema y yo.
Iracema caminaba despacio
entre los cuerpos retorcidos y sudorosos de sus compañeros. Mostraba una
increíble serenidad en sus ojos negros, como si en ese espectáculo asqueroso e
insoportable, el amor flotase de aquí para ya, embadurnando cada esquina de la
casa.
Ella se paró frente a la
figura de barro y se quitó la camisa blanca que llevaba puesta hace ya más de
una semana, dejo expuesto, al aire denso del terror, sus senos firmes y oscuros
tranquilizando así a los pobres hombres cagados de miedo.
-Soy virgen- Dijo Iracema con
vos tranquila- ningún hombre jamás ha puesto un dedo en mí.
El silencio fue atroz, los
hombres dispersos en el suelo húmedo me agarraban las piernas, en busca de una
protección irreal. Yo apenas podía sostener la respiración, mientras sentía que
las gotas de sudor caían por mi entre pierna.
Nunca, vi semejantes tetas.
Ella se terminó de desvestir,
su piel era sueva, se notaba su juventud, su vitalidad. Al desnudarse por
completo, nos miró a todos y sonrió.
-Kurupí, despierta-.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario