jueves, 13 de marzo de 2014

Kurupi
de Marco Spaggiari


Allí estaba, erguida y monumental, la enorme casa de la que hablaban mis abuelos. Rodeada de enormes árboles frondosos, a la orilla del río Mandubí-ra. Hace años que vengo explorando las enormes selvas del Paraguay y por fin, después de una larga expedición, me encuentro a los pies de mis sueños.
Tenía un enorme techo a dos aguas, cubierto de paja y enormes enredaderas que colgaban desde los árboles aledaños. Un enorme farol de hierro negro, alumbraba, a luz de vela, una extraña puerta de madera tallada, con extrema prolijidad, y cuidado. Las ventanas, que no eran muchas, tenían una forma circular y sus vidrios de colores maravillaban mis ojos, y los de mis compañeros.
Era un día fantástico, el sol brillaba con tenacidad, golpeando el lomo del río haciéndolo resplandecer. El sonido de los pájaros y de las JU`I* , generaban un coro perfecto, ensayado.
Antes de embarcar para esta misión éramos veinte hombres y dos mujeres, guías exploradoras. Siendo el capitán de la compañía me dispuse a dividir las tareas en grupos pares. Que luego de acabarlas, nos encontraríamos en un punto determinado y volveríamos para analizar los hallazgos . Ese punto era el cerro León, a doscientos veinte kilómetros de aquí. Aún no veo el humo en el horizonte y van tres semanas bajo el cuidado de la humedad Sudamericana.
Mojados, y con hambre, la guía y traductora, Iracema, me propuso entrar inmediatamente a la casa, y resguardarnos allí un tiempo.
Para ser un gran Líder siempre tienes que escuchar a tu gente, aunque tengas miedo, aunque pienses que es erróneo, si haces lo que la gente dice, la gente te apoyará incondicionalmente, no voy a aclarar, que se debe poner un filtro a esto también.
-Esta bien- dije yo, con un tono seguro y espeso- estaremos los días que hagan falta para recuperarnos. Estamos sucios y hambrientos. Merecemos un descanso bajo techo. Que los hombres entre primero a asegurar de que no haya ninguna alimaña suelta que pueda lastimarnos. ¡En marcha!.
La sonrisas de mis compañeros brillaban en medio de la selva, decididos, rifle en mano, tumbaron la enorme puerta tallada y entraron de prepo a la instalación.
El silencio abrumo a los hombres de anchos hombros y en sus ojos negros se reflejó la imagen del horror.
La casa por dentro era todo de adobe, y madera. Las sillas, los muebles, todo era de un barro rojo y quebradizo. Había cuadros antiguos y artefactos de origen desconocido, cacharros decorados con engobe y óxidos, plumas que colgaban de pequeños hilos en las paredes. Insectos enormes pululaban en la cocina, comida podrida y demás calamidades.
Pero lo que más impactó a mis hombres y a mí, fue lo que estaba apoyado encima de la mesa: Una extraña escultura de arcilla, de rasgos humanoides, con las piernas cruzadas en forma de loto y la cabeza metida entre las piernas. Los brazos flacos y largos, se alzaban por encima del matorral de cabellos arcillosos, sosteniendo, entre gordos y enormes dedos una enorme ave con las alas extendidas.
Nadie quiso acercarse, todos mis hombres, fundidos en sudor y lagrimas, desesperados gritaban un nombre originario de estas tierras: KURUPÍ-
-Hemos hecho enojar al espíritu- gritaban mis hombres aterrados, algunos se defecaban del miedo- hemos destruido su hogar, su tranquilidad fue cercenada por nuestro egoísmo, ahora, Kurupí junto con sus hermanos y primos nos mataran, violarán a nuestras esposas, y a nuestros hijos, comerán su carne.-
Las voces seguían aumentando, los hombres desgarrando sus cuerdas vocales enloquecían del miedo. Todos estaban enfermos del miedo, salvo Iracema y yo.
Iracema caminaba despacio entre los cuerpos retorcidos y sudorosos de sus compañeros. Mostraba una increíble serenidad en sus ojos negros, como si en ese espectáculo asqueroso e insoportable, el amor flotase de aquí para ya, embadurnando cada esquina de la casa.
Ella se paró frente a la figura de barro y se quitó la camisa blanca que llevaba puesta hace ya más de una semana, dejo expuesto, al aire denso del terror, sus senos firmes y oscuros tranquilizando así a los pobres hombres cagados de miedo.
-Soy virgen- Dijo Iracema con vos tranquila- ningún hombre jamás ha puesto un dedo en mí.
El silencio fue atroz, los hombres dispersos en el suelo húmedo me agarraban las piernas, en busca de una protección irreal. Yo apenas podía sostener la respiración, mientras sentía que las gotas de sudor caían por mi entre pierna.
Nunca, vi semejantes tetas.
Ella se terminó de desvestir, su piel era sueva, se notaba su juventud, su vitalidad. Al desnudarse por completo, nos miró a todos y sonrió.
-Kurupí, despierta-.


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